"...hay que soñar en voz alta, hay que cantar hasta que el canto eche raíces, tronco, ramas, pájaros, astros..." Octavio Paz. El Cántaro Roto.

CRIANZA EN CULTURA DE PAZ

Conocer , comprender y respetar cada etapa evolutiva y necesidades legítimas de los niños y adolescentes. Reconectar con lo mejor de nosotros mismos. Transitar hacia el lindo horizonte de un mundo más humanizado.

miércoles, 25 de febrero de 2015

¿Tienen que aprender a socializar?



Es común escuchar a las personas opinando sobre la necesidad de llevar a los niños  a guarderías o preescolares porque deben aprender a socializar. Así mismo algunos progenitores expresan preocupación frente al hecho de que los niños pequeños no se mantienen por más de diez minutos jugando con otros niños o sin pelearse por los juguetes.

Siempre hago hincapié en que necesitamos comprender cada etapa evolutiva de los niños, para saber cuándo se encuentran preparados para digerir determinados procesos o funciones y cuándo no. Es así como podremos basarnos sobre expectativas reales y evitar someterlos a exigencias desmedidas que provoquen interferencias en su desarrollo.
Antes de los tres años, un pequeño fundamentalmente necesita de la presencia e interacción constante con una figura vincular que sepa interpretar sus necesidades y cubrirlas de inmediato para nutrir un apego seguro. Un bebé hasta los tres años no ha desarrollado aún funciones complejas requeridas para interactuar o socializar con otros niños o personas distintas a sus figuras vinculares.  Sin embargo, como en otros aspectos del desarrollo infantil, alrededor del tema de la socialización y del juego, circulan falsas creencias y opiniones que, en el afán por educar según el orden social establecido, rara vez nos detenemos a cuestionar. 
Según coinciden distintos especialistas y lo explica la psicopediatra  y autora Rosa Jové en entrevista para pequemundo.es, los niños hasta alrededor de los tres o cuatro años  “no juegan con, sino al lado de”.  Jové usa el ejemplo de un grupo de niños de dos años en un arenal con cubos y palas.  Veríamos cómo cada uno juega por su cuenta haciendo lo suyo, aclara. A lo sumo un niño eventualmente le quitaría la pala al que tiene al lado…  o tal vez al ver cómo éste lanza una piedra, si le gusta, lo imitaría pero sin mantener interacción porque son muy pequeños para entender las reglas de juego. Agrega Rosa Jové, que los niños pequeños aprenden a socializar viendo cómo saludan sus padres, cómo hablan con los demás. La psicóloga infanto juvenil Yolanda González por su parte en su libro, Amar sin miedo a malcriar, explica que los niños antes de los tres años no tienen clara la noción de propiedad de los objetos porque se encuentran en una edad egocéntrica (lo que ven  y les llama la atención lo asumen como propio)  
Estos y otros rasgos evolutivos explican porqué los chiquitines de ese rango etario juegan en paralelo y no con otros niños. Así mismo podemos observar que los peques a partir de los tres o cuatro años sí que interactúan durante períodos mayores de tiempo, juegan juntos, intercambian, socializan. No hay más que observar a los pequeños. Ellos son como un libro abierto. Nos van arrojando las pistas en la medida en que adquieren la madurez cognitiva y psicológica para lograr determinadas funciones dentro de los tiempos propios de los hitos del desarrollo.
No es necesario empujar, forzar ni entrenar para que maduren. Todo llega en su momento. El hecho de pretender que un niño menor de tres a cuatro años socialice o aprenda a jugar con otros niños o preocuparse porque no lo hace y apuntarlos al preescolar o a la guardería para que lo consiga, se arraiga en expectativas irreales establecidas a partir de falacias y desinformación sobre las etapas evolutivas de los niños y sus necesidades legítimas.   

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miércoles, 18 de febrero de 2015

Hacernos conscientes nos hará libres





Las heridas que arrastramos desde la infancia, las heridas primarias de desamparo, de abandono, de abusos y malos tratos, las hemos reprimido,  las hemos desdibujado, nombrado de otra manera para exorcizarlas, las hemos  negado y sepultado en el sótano oculto del inconsciente.  Así nos educaron y desmontar la lealtad hacia nuestros criadores ahora, para hacernos conscientes, sería demasiado doloroso.

Pero aunque perdemos memoria factual acerca de lo que las causó,  todas esas heridas constituyen improntas alojadas en un lugar sin tiempo, y prestas a actualizarse con cualquier detonante. Ese detonante puede ser cualquier persona, grupo de personas, evento o conjunto de eventos que nada tienen que ver con lo que originalmente causó nuestras heridas emocionales primarias. 

Algunos seres humanos básicamente orientadas por el afán de poder, suelen aprovecharse de esta condición. ¿Y cómo lo hacen? Creando detonantes que actualicen nuestras heridas y provoquen la manifestación colectiva del odio y de la ira históricamente reprimida y acumulada desde la infancia que nunca estuvimos en condiciones de reconocer, nombrar ni mucho menos atribuir a quienes realmente la causaron ¿Y por qué lo hacen? porque el odio y la ira  es energía, es combustible que moviliza hacia la destrucción. Si esa energía se manipula hábilmente para que actúe como arma de guerra a favor de terminados intereses, les resulta muy provechosa.

Por eso digo: Revisemos bien. El origen de nuestro odio seguramente dista mucho de esa persona o de ese grupo de personas hacia quienes lo dirigimos.   Reflexionemos.  Al margen de lo que haya causado nuestras heridas, somos responsables de elegir el modo en que responderemos. Asumamos la responsabilidad sobre nuestras emociones y cómo gestionarlas. Asumamos la propia libertad de elegir si nos dejamos arrastrar y aplastar por la estampida del colectivo asustado, estresado y violento o decidimos optar por una forma digna, compasiva y respetuosa de tratarnos a nosotros mismos y a los demás, al margen de lo que suceda alrededor. Enfrentemos el compromiso con nuestra propia salud y bienestar, para encontrarnos en condiciones de ofrecer salud y bienestar a quienes nos necesitan, sobre todo y especialmente a los niños y niñas a nuestro cargo. Superemos nuestras heridas emocionales porque ellas nos hacen esclavos. El verdadero poder personal emerge cuando somos capaces de ser conscientes del origen de nuestras  emociones. Hacernos consciente, nos hará libres. 

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miércoles, 11 de febrero de 2015

El momento de comer: placer o agonía





No son pocas las veces que las madres manifestamos seria preocupación porque el niño no come lo que queremos que coma, en las cantidades, horarios y de  la manera en que suponemos que debe comer. Sin embargo, comer al igual que respirar, amamantar, dormir, evacuar son funciones robustas. Salvo que se trate de una patología (lo cual resulta excepcional) venimos perfectamente dotados para hacerlo sin dificultad desde el momento en que nacemos y es que de otro modo sencillamente no sobreviviríamos como especie. 

Cabe preguntarse cuándo y cómo fue que los seres humanos creamos tantas interferencias hasta convertir el momento de alimentar a los peques en una experiencia llena dificultades, de tensión, represiones y exigencias desmedidas, en lugar de fluir dejándonos llevar por el placer compartido al ritmo pausado, juguetón y relajado que supone acompañar a los más pequeños.

Para comer sanamente y en armonía, un niño aún muy dependiente de los cuidados parentalesnecesita de la intermediación de un adulto significativo con disposición emocional y ganas de estar, de acompañar sin presionar.  Sin embargo la mayoría de las veces  nos encontramos apurados o agobiados con lo cual hacemos que el momento de la comida sea rápido, bajo presión, ceñido a un tiempo que responda a la velocidad del adulto y no a los tiempos de las criaturas.

Muchas veces  pretendemos que el niño coma las cantidades que nosotros decidimos unilateralmente, sin tomar en cuenta las pistas que él nos indica sobre lo que necesita para saciarse. A menudo les servimos platos que para un adulto, proporcionalmente, suponen una olla entera de comida, y pretendemos que se lo coman todo.

Al igual que en otros aspectos de la crianza como el sueño infantil, el control de esfínteres, etc., asumimos la alimentación de nuestros pequeñines desde  expectativas irreales sobre lo que ellos están o no en condiciones de alcanzar de acuerdo a su madurez evolutiva. Pretendemos que se queden sentados en la mesa  durante un tiempo establecido con modales y comportamientos  de adultos que no corresponden con el carácter juguetón, movedizo e inquieto de un pequeño, o siguiendo horarios rígidos  que no se acoplan a los tiempos en que la criatura siente genuinas ganas de comer.

Tal y como refieren autores como Laura Gutman y Carlos Gonzáles, con frecuencia  alimentamos a los pequeños con papillas o purés porque con ello podemos llevar mayor control de los cubiertos para evitar que ensucien, así como de las dosis que entran en la boca del niño. Nos cuesta mucho admitir que desde muy pequeños los niños, si bien no pueden manipular los cubiertos, sí que  son capaces de comer  por ellos mismos agarrando con las manos un trozo de verdura, de carne o de fruta   o  alimentos en forma de bollos, croquetas, pastelitos, ganado así cierta autonomía que les motiva a comer. En  la medida en que el pequeño siente que es dueño de comer como quiere y que puede jugar mientras lo hace, no ofrecerá resistencia, desarrollará  la capacidad de manipular directamente los alimentos mientras experimenta texturas, olores, colores, sabores y se va preparando mejor para comer sólidos. Para más información podemos indagar a través de la búsqueda sobre alimentación autorregulada o Baby Led Weaning. 

Es más fácil ofrecer dulces y chucherías con el propósito de que el niño nos deje tranquilos cuando estamos agobiados o no nos sentimos disponibles para ofrecer mirada, vínculo y compromiso emocional. Quizás allí se arraiga la causa de que los pequeños pidan  tantas chucherías, siendo que los padres les hemos enseñado a sustituir nuestro afecto y presencia consumiéndolas.

Muchas veces las criaturas encuentran en el momento de comer la única oportunidad para establecer una interacción cercana con su madre o padre, para manifestar el malestar fruto de necesidades legítimas no satisfechas o desoídas, rechazando la comida o haciendo berrinches, a falta de recursos para expresar con palabras lo que sienten.  

Los adultos perdemos de vista que el hábito de que los niños se sienten a comer en la mesa con el resto de la familia se instaura progresivamente sin forzar y sin que nos demos cuenta, en la medida en que ellos van aprendiendo por imitación y por motivación cuando ven y sienten que los adultos disfrutamos del momento de la comida como una experiencia de intercambio agradable. 

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