No fue hasta la extinción masiva de los dinosaurios que los mamíferos pudieron salir de sus madrigueras y desplegar todo su potencial, hasta evolucionar en lo que hoy somos: Homo sapiens sapiens.
Cuando un individuo vive en un entorno donde no necesita invertir tanta energía en protegerse, tiene el camino despejado para desarrollarse y evolucionar.
Los bebés llegan al mundo con su cerebro abierto a configurarse según el ambiente que los recibe.
Si ese ambiente es más hostil, deberán invertir más energía en mecanismos defensivos para sobrevivir.
Si es más amable, podrán dedicar esa energía a crecer, aprender y vincularse.
La calidad —o el déficit— de los cuidados maternantes constituye el primer ambiente que experimenta un bebé. La madre es, literalmente, su hábitat inicial.
Cuando ese hábitat provee de forma consistente y oportuna lo que el bebé necesita, su desarrollo fluye con calma.
Esto favorece la construcción de patrones de apego seguro y aumenta las probabilidades de un desarrollo mental, emocional, cognitivo y físico saludable.
Cuando esto no ocurre, el bebé experimenta el ambiente como hostil y debe activar defensas para protegerse. Así se configuran patrones de apego inseguro o, en los casos más graves, apego desorganizado, asociado a futuras dificultades psicológicas importantes.
Por eso sostener la salud mental de la mujer que materna —y su relación con el bebé— no es un lujo: es una prioridad para cualquier sociedad que aspire a un desarrollo humano realmente sostenible.
¿Cómo acercarnos a los ambientes de crianza con cero estrés innecesario? ¿Qué nos falta? ¿Qué nos sobra? ¿Qué cambios por pequeños que parezcan podemos hacer en beneficio de crianzas más amables?
Te leo
Berna Iskandar
