Pierdo
la cuenta de las veces que tengo que escuchar cada día expresiones como, “lo hace
por malcriadez”, “es un malcriado”, “está malcriadísimo”, o leer
en mi correo invitaciones a talleres de crianza conducidos por psicólogos que
prometen recursos para educar “sin malcriar”… Hace poco,
mientras desayunaba con unos amigos, alguien contó que su hermana era
capaz de reconocer perfectamente cuando el llanto de su bebé era por hambre, frio,
pañal mojado o “por malcriado”. Entonces un poco en serio, un poco en broma, solté mi taza de café y golpeé
contundentemente la mesa con las manos.
Acto seguido declaré: Decreto la abolición del uso del término
“malcriado”, y sus derivaciones, cuando nos refiramos a cualquier
comportamiento o expresión de los pequeños.
De ahora en adelante, quede claro que ningún niño pide lo que no necesita y que el hecho de que los
adultos nos molestemos con sus pedidos o que por comodidad u otras razones no
estemos disponibles para atenderlos, no quiere decir que el niño sea un
malcriado. ¡Publíquese y ejecútese!
Del
mismo ideario adultocéntrico que interpreta como malcriadez o capricho
cualquier pedido legítimo de nuestros niños, se deriva otro drama de la crianza,
a saber, la patologización del afecto, que dicho sea de paso, ha causado tantos
estragos a la humanidad: no
lo cargues, ni lo abraces, ni consueles, ni duermas con él-ella, ni le sigas
dando teta... porque lo vas a malcriar.
Vivimos inmersos en un mundo al revés que sin pruritos ordena dejar a los niños
desagarrándose de llanto para “que no se malcríen”, que censura las expresiones
de amor, cuestiona el deseo de prodigar
mimos, atención, consuelo a nuestros niños porque “los vamos a malcriar”. Un orden social patológico que prohíbe
contener y acurrucar a los pequeños quienes lógicamente no saben estar solos en
la cuna, el cochecito o el corral. Es decir, un mundo al revés donde atender y
amar a tu hijo, en lugar de biencriar, es malcriar.
Va siendo hora de que resignifiquemos el
término malcriar. Es hora ya de que desmontemos este orden patas arriba de un
mundo que obsceniza la escena de una madre amamantando en público o que
recrimina a una madre que da pecho a demanda, mientras se aplauden escenas de películas con
peleas, tiros y sangre a raudales. Un mundo patas arriba lleno de padres
quejándonos de que los niños ven demasiado la televisión. Y los llamamos
malcriados porque no se quieren despegar de la pantallita brillante cuando les
ordenamos media docena de veces que vayan a bañarse… pero lo que no advertimos
es que los niños -como dice la autora y terapeuta Laura Gutman- ven la
televisión, porque nadie los ve a ellos.
Entonces resolvemos castigarlos, en lugar de sustituirles las horas de
televisión por horas de presencia y vínculo amoroso con sus progenitores o adultos
significativos. Y todo porque nos hicieron creer que esa es la manera de no
malcriarlos.
Hay
que atreverse a enderezar este orden al revés. La humanidad lo está pidiendo de
infinitas maneras. Propongo que comencemos por acoger como lema, la
frase del pediatra y autor Carlos González que dice: "el cariño nunca ha malcriado a nadie", ¿y cómo podría
ser si no?, ¿cómo sería posible que un niño pegado durante los primeros años al
pecho de su madre, un niño escuchado, mirado, abrazado, sostenido, atendido,
amparado y comprendido sin reparos, en lugar de ser hostilizado, golpeado,
desestimado en sus pedidos de necesidades legítimas de atención y cuerpo
materno, se convierta en un delincuente, un terrorista, un adicto, un agresor o
en una víctima sistemática, llegada la adultez? Es muy improbable crear una
sociedad trastornada por la violencia, la depresión, las adicciones, la
victimización, la delincuencia, incluso la devastación ambiental, cuando
prodigamos amor y respeto a los niños y niñas, cuando criamos con abundante
cariño, conexión y apego. Eso es
biencriar.
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