Por
un lado observo a padres y adultos que atribuyen a la ausencia de límites
y disciplina, todo desequilibrio o desajuste en el comportamiento o en el
vínculo con los niños. Adultos que señalan cualquier conducta indeseable o
valorada como mala conducta debido a falta de límites, con lo cual manifiestan
la demanda de imponerlos muchas veces sin discriminar criterios, y de manera
arbitraria y violenta. En otro extremo observo a padres y adultos a la
defensiva con reacciones casi alérgicas frente a la palabra disciplina, normas
o límites a menudo como reacción adversa a las experiencias de la propia
infancia marcada por modelos autoritarios de crianza y que los hace pendular al
extremo contrario. En ambos casos nos encontramos discapacitados para acompañar
con equilibrio el proceso de socialización sana de los niños a nuestro cargo.
Antes
de pensar que cualquier conducta del niño es causada por falta de límites y se
resuelve “poniendo límites”, tenemos que hacernos preguntas importantes. Una de
ellas es, a qué edad. Un bebé o niño pequeño –carente de autonomía,
absolutamente vulnerable y dependiente de nuestros cuidados- que requiere
atención inmediata y constante, que además no ha madurado para comprender y
mantener una regla, entre otras nociones propias del razonamiento, no necesita
que le “pongamos límites”. El encuentro con dichos límites, se regulan en tanto
que los adultos nos mantenemos presentes, conectados, garantizando sus
necesidades, su integridad y asegurando el entorno.
Progresivamente
el niño va adquiriendo autonomía y
habilidades tales como caminar, comer, solo, expresarse a través del lenguaje,
socializar, comprender y mantener límites razonables y algunas reglas. Deja de percibirse como un
ser único y fusionado con la madre, y logra reconocerse como un ser
distinto capaz de darse cuenta de que hay “un yo y un tú”. Es entonces cuando acompañamos a fortalecer sus habilidades naturales de
empatía, reciprocidad, cooperación, reconocimiento de las necesidades del otro,
así como las normas y los límites propios y fundamentales para la convivencia. Nuestra obligación como padres, poco a poco supone
hacerles ver que la libertad de dar rienda suelta en determinados momentos a
determinados impulsos o deseos propios, básicamente se termina cuando dañamos a
los demás o donde ponemos en riesgo la propia integridad.
Cuando
hablamos de límites el cómo también es una pregunta importante. No se trata de
imponer límites a los hijos, sino de acompañarles a reconocerlos y a comprender
la importancia de respetarlos desde el bienestar, sin violentar el momento
madurativo del niño ni su integridad como persona.
Los
seres humanos no somos puro instinto como el resto de los animales. También
hacemos parte de una cultura. Es verdad que en gran medida nos regulamos con el
instinto respondiendo a lo que dicta sabiamente nuestro diseño filogenético.
Pero no todo lo que pertenece al instinto resulta necesariamente constructivo
en cualquier circunstancia. No podemos
andar por la vida agrediendo a otros
toda vez que nos sentimos amenazados o porque nos parezcan raros o
diferentes, ni orinando y defecando
en público porque es una función natural del cuerpo o tomando cualquier cosa
que deseemos sin autorización de los propietarios, etc. Los seres humanos también
somos capaces de razonar, evaluar cuando un deseo o un impulso es capaz
de dañarnos o de dañar a los demás. Por lo tanto estamos en condiciones de
regularnos mediante la razón. Disponemos del libre albedrío, cualidad que nos
define como seres civilizados y de la cual se deriva la ética. En la
medida en que usamos el lenguaje adecuado a la edad del niño para transmitir
los límites y en tanto que explicamos e informamos, negociamos, en lugar de ordenar e imponer, estaremos
nutriendo y fortaleciendo la capacidad
de razonar, la iniciativa propia y la responsabilidad de las criaturas.
Esta
es tarea que toma tiempo, requiere repetición, constancia, ejemplo modélico, compromiso emocional de los
padres y educadores. No se instaura de la noche a la mañana. Los niños están graduando y consolidando dicho bagaje
progresivamente a lo largo de años hasta alcanzar la autonomía una vez que
llegan a la adultez.
Cuando
son pequeños, están en una etapa egocéntrica, están en el placer, sienten el
propio deseo de forma pura y total, como una necesidad urgente. Les cuesta
comprender la distancia entre su deseo y la realidad (tocar con ávida curiosidad los adornos de la casa, corretear
en los restaurantes, cruzar solos la calle, comerse el paquete entero de
chucherías…) A menudo dicha distancia puede resolverse con diálogo, con
explicaciones, con negociaciones o quizás distrayendo u ofreciendo otras
opciones al pequeño. Si es un comportamiento producto de una necesidad legítima
no atendida, (hambre, cansancio, mirada, juego y vínculo afectivo) o si se
trata de un comportamiento violento causado por heridas emocionales no sanadas,
(celos hacia el nuevo hermanito, exigencias desmedidas, exceso de represión, experiencias
de abandono, desamparo o maltrato) debería mitigarse o mejorar una vez
que la causa es detectada y atendida. Pero también hay momentos en los que
debemos ser firmes sin violentarnos. Por ejemplo, si el niño se empeña cruzar la calle solo, lo detenemos y se lo impedimos. Sin
regañar, sin castigar, sin rogar, ni suplicar. Simplemente actuamos de manera
consistente cada vez que ocurra, con firmeza y sin violencia. Lo mismo si el
pequeño golpea o hace daño a otras personas, adultos o niños. Sencillamente no
lo permitimos. En casos así, podemos contenerlo físicamente con nuestro cuerpo
hasta que se calme.
Hay
reglas o límites con los que podemos ser flexibles. Por ejemplo, un día podemos
irnos a la cama sin bañarnos y no pasa nada. También hay límites que no se negocian (si sacamos las cuentas
deberían ser los menos frecuentes)
como
agredir a las personas, o permitir al niño que se tome la botella de detergente
porque le dio curiosidad. En ningún
caso necesitamos castigar, ni pegar, ni gritar a los niños para enfrentarlos a
la necesidad de integrar los dichosos límites.
Otra
pregunta importante es a qué se le pone límites. Existen malos entendidos que nos hacen creer en la necesidad de limitar el afecto, los pedidos de mirada,
cuerpo, presencia segurizante, brazos, estimulación, compañía, porque podemos
malcriar a las criaturas. Como si el exceso de amor hiciera daño. Desde la
mirada de la teoría del apego entre otras ciencias que estudian al ser humano,
el amor incondicional durante la infancia es la base de la salud mental presente
y futura. El exceso de amor nunca ha debilitado o malcriado a nadie. Si alguna
plaga o pandemia diezma a nuestra civilización es precisamente el déficit de
amor. Los pedidos basados en necesidades
instintivas, que incluyen reclamos fisiológicos como hambre, descanso, así
como las necesidades afectivas como el
consuelo, la estimulación, el acompañamiento del adulto cuidador, nunca se
deben limitar. Limitar la respuesta
sensible ante las necesidades psicoafectivas del niño provoca experiencias de
malestar, inseguridad, soledad, miedo que devienen en síntomas. ¿ Que debemos limitar? las necesidades de
consumo como por ejemplo ver la tele, comer chucherías, comprar demasiados
juguetes. Necesidades secundarias que hemos creado los adultos cuando no
estamos disponibles para prodigar la atención afectiva que reclaman ofreciendo
un dulce o encendiéndoles la tele o la tableta para que nos dejen tranquilos.
No
existen fórmulas, ni recetas, ni un listado estandarizado de límites en
cuyo marco educar a los pequeños. Cada familia constituye una
identidad particular con sus propias costumbres y cultura de lo cual se
desprende un conjunto de valores y reglas de convivencia. En todo caso lo que
queremos lograr es que el niño desarrolle el genuino deseo de cooperar sin la
amenaza de castigos o estímulos como premios o recompensas. Es decir, que
nuestro hijo o hija consiga autorregularse, que no dependa de la vigilancia
constante de otros o de la amenaza del castigo o la promesa de la recompensa.
Que se convierta en guardián de sí mismo, que oriente su vida a partir de la
ética y de los valores que ha decidido conscientemente incorporar en su bagaje
intelectual y emocional: estudiar no para obtener notas sino por el placer o la
motivación de aprender… trabajar no sólo por dinero sino porque realizan una
tarea gratificante o encuentran motivación al contribuir con el bien colectivo … respetar la luz roja
del semáforo o abstenerse de poner música a todo volumen al margen de que haya
un policía o una eminencia de multa porque se sienten parte de una comunidad y
quieren contribuir con la calidad de vida para beneficio propio y de los demás
… Seres humanos capacitados para darse
cuenta de que integran un sistema en el que cada individuo constituye una
unidad estrechamente vinculada al resto de los componentes (desde el más
próximo al más lejano) de este vasto entramado que constituye una familia, un
país, un planeta y que cada uno de nuestros actos afecta al conjunto y también
se revierte hacia nosotros.
Otro
aspecto a destacar sobre los famoso límites, es la relación que tienen con la
capacidad para comunicar apropiadamente lo que esperamos del otro. Así
como los padres estamos dispuestos incondicionalmente a respetar a nuestros
hijos, a acompañarlos y adaptarnos a sus necesidades, llegado un momento de su desarrollo evolutivo, es deseable
mostrarles que, en ocasiones, los demás también necesitan y esperan ser
acompañados y complacidos. Por ejemplo, si el niño está aburrido y quiere
jugar con nosotros, podemos dejar nuestra tarea para ir a jugar con él,
explicándole que luego de un tiempo debemos regresar a la tarea pendiente y que
esperamos que nos permita realizarla, transando así, por “un ratito tú y otro
ratito yo”.
En
general si sacamos cuenta veremos que la mayor parte del tiempo los niños se
pliegan a lo que le pedimos, hacen sus rutinas y su vida tal y como se lo
indicamos casi siempre, cada día. El problema surge cuando los adultos no
sabemos reconocer, nombrar, por tanto explicar y pedir asertivamente a nuestros
hijos, lo que necesitamos de ellos y con el lenguaje apropiado para su edad.
Tal vez porque nadie nos permitió ni nos enseñó a reconocer y pedir de un modo
transparente lo que necesitamos durante nuestra propia infancia plagada de
tratos autoritarios, exigencias desmedidas y descalificaciones constantes hacia
nuestras necesidades legítimas. Así las cosas, los elementos quedan
servidos para que padres y madres, incluidos los que decidimos apostar
por un nuevo paradigma de crianza o intentamos practicarla, seamos
susceptibles de atravesar los linderos hacia el extremo de la anarquía. Me
refiero a los casos de niños que se violentan, patean, gritan y golpean a sus
padres o a otros si no se les complace de inmediato, en todo momento y sin
tregua. Niños que sistemáticamente desconocen y se niegan a dar cabida al deseo
de otros. Niños que luego llamamos tiranos.
Pero
la responsabilidad es de nosotros los adultos que al no saber cómo pedir lo que
esperamos, impedimos que el niño reconozca e interiorice los límites razonables
así como su propia capacidad de cooperación, altruismo y reciprocidad cercenado
las habilidades para negociar, acordar y
fluir en el entorno compartido con otros. Aclaremos que no hablo de
adaptar a los niños a un orden social injusto con demandas desmedidas,
pero tampoco se trata de saltar hacia el extremo de “desadaptarlos” del mundo
donde necesariamente tienen que desarrollar habilidades de convivencia. Se
trata de apostar por el equilibrio entre dar y recibir, ser flexibles y ser
firmes. Como los equilibristas quienes oscilan a ratos hacia la derecha y
luego hacia la izquierda, para sortear la gravedad y mantenerse caminando.
Comunicar
al niño lo que sentimos sin menoscabar a la persona (“me canso mucho cuando
tengo que recoger todo el desorden en la sala” en lugar de “eres un
desordenado”), enseñarles a reconocer nuestras necesidades y lo que esperamos
de ellos (hemos jugado juntos toda la tarde, ahora mamá necesita concentrarse
en hacer un informe de trabajo, luego podemos seguir jugando), impedir que dañe
a otros o que irrespete el derecho de otros (no pegamos a los demás ni tomamos
sus pertenencias sin permiso), y si es necesario hacerlo con firmeza pero al
mismo tiempo con amabilidad, también constituye una faceta indispensable de la
crianza respetuosa.
Aquí
aprovecho para insistir en que actuar con firmeza cuando es necesario, no
significa usar la violencia. Aunque nadie nos enseñó cómo hacerlo, a
pesar de que no tengamos referentes, podemos aprender a ser firmes y al mismo
tiempo amables. Tal vez para comprenderlo y llevarlo a la práctica de un modo
equilibrado, genuino y sostenible, necesitemos primero revisar nuestras propias
historias infantiles afectadas por los estragos de la crianza coercitiva, que
ahora desde el rol de padres, reeditamos inconscientemente situándonos en los
extremos de la culpa, el miedo y la sumisión o del autoritarismo, la ira y la
imposición. Organizados así, indefectiblemente habrá caldo de cultivo para que
surja un abusador y un abusado. Y esto no es lo que queremos para
nuestros hijos.
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