Mientras tomaba un café con una coca de forner de piñones (pan dulce catalán), escuchaba con atención a un grupo de tres mujeres conversando sobre hijos adolescentes, en la mesa contigua. Una de las madres parafraseaba las indicaciones de la psicóloga que la asistía en las dificultades con su hijo adolescente. Muy convencida y aliviada decía que los adolescentes necesariamente experimentan sufrimiento por razones inherentes a la edad: les perturba el acné, la implosión social, los cambios de humor, las responsabilidades del instituto... y que en ningún caso los padres deben sentir que han causado tales malestares o son responsables por ello. Que son los adolescentes quienes deben hacerse responsables de encarar dichas secuelas propias de la edad y superarlas. Un discurso impecable, explicado con una precisión lógica casi geométrica, pero falso, engañado, desplegado sobre una mirada sesgada por mitos y prejuicios, basados en teorías hostiles hacia la infancia y la adolescencia que no guardan relación alguna con la realidad ni las evidencias.
La edad, los genes, el signo del zodíaco, el karma... Un campeonato de disparates generamos los adultos -incluidos los llamados especialistas- para explicar el desencuentro con los adolescentes.
Los modelos autoritarios de crianza, la distancia afectiva, las experiencias habituales de abuso, desamparo, desconexión emocional, imposición, de quiebre de la voluntad y de las pulsiones vitales durante la infancia, la escuela obsoleta, aburrida, represiva que predomina en nuestro sistema educativo... nada de eso fue nombrado ni incluido en ningún momento dentro del escenario. Ni siquiera se registran como formas patológicas en nuestra interacción e influencia sobre niños, y mucho menos se asocian con el resultado de adolescentes que ahora sufren, se rebelan y protestan desesperados buscando la reconexión perdida con su ser esencial claramente sentido y manifestado, pero crónicamente reprimido y desoído por sus adultos de referencia desde la temprana infancia.
Veo este prejuicio hacia la infancia y adolescencia en cualquier parte, como el chico de Sixth Sense que veía "dead people" No hay que hacer denodados esfuerzos ni ir muy lejos. Las relaciones e interacciones habituales en todos los espacios, públicos y privados demuestran con riqueza de ejemplos la manera sistemática en que los adultos ordenan, amenazan, mienten, gritan, no escuchan, desconectan con los niños a su cargo. Luego crecen y nos extrañamos de los resultados, como nada tuviera que ver con lo que hemos creado antes, durante la infancia.
En esta civilización adultocéntrica, hay una necesidad acuciante de adultos capaces de ponernos de parte de los niños y adolescentes, sentirlos y darles las razón.
Veo este prejuicio hacia la infancia y adolescencia en cualquier parte, como el chico de Sixth Sense que veía "dead people" No hay que hacer denodados esfuerzos ni ir muy lejos. Las relaciones e interacciones habituales en todos los espacios, públicos y privados demuestran con riqueza de ejemplos la manera sistemática en que los adultos ordenan, amenazan, mienten, gritan, no escuchan, desconectan con los niños a su cargo. Luego crecen y nos extrañamos de los resultados, como nada tuviera que ver con lo que hemos creado antes, durante la infancia.
En esta civilización adultocéntrica, hay una necesidad acuciante de adultos capaces de ponernos de parte de los niños y adolescentes, sentirlos y darles las razón.
Sin duda la adolescencia es una etapa de cambios y movimientos potentes que exigen un vinculo afectivo sólido y acompañamiento intenso por parte de los adultos de referencia, pero esto no significa que la adolescencia sea problemática, difícil, una edad que de temer, ni tampoco equivale a deterioro del vínculo, salvo que ya viniera deteriorado de antemano.
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