CRIANZA EN CULTURA DE PAZ

Conocer , comprender y respetar cada etapa evolutiva y necesidades legítimas de los niños y adolescentes. Reconectar con lo mejor de nosotros mismos. Transitar hacia el lindo horizonte de un mundo más humanizado.
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lunes, 8 de julio de 2013

Patologización del afecto

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Artilugio del desapedo. Sustituto plástico made in China, del cuerpo y el pecho materno

A menudo me piden opinión sobre publicaciones como esta que salió recientemente en una cuenta de Twitter, supuestamente dedicada a temas de cuidados  y educación infantil:  “Antes de doblegarte con algún berrinche de tu hijo, recuerda:  amar no significa provocar alegría infinita”. Esta frase viene a ser algo así como prima hermana de la conseja popular que reza, “la letra entra con sangre” y  tantos otros dichos, refranes, mitologías y creencias del acervo de la puericultura y la pedagogía represiva y autoritaria cuyo mecanismo consiste en demonizar la complacencia,  patologizar el afecto, hacernos pensar que negando el placer y el deseo de los niños, provocando frustración e incluso dolor, se forja la virtud del carácter. Pero yo me pregunto, ¿no será precisamente en este forma de entender la crianza donde se encuentra el origen del orden social patológico en el que se ha sumido el mundo y que provoca tanta depresión, sufrimiento, violencia e incluso el consumo desesperado, devastador e insostenible que nos está llevando -y esto no es retórica- a nuestra propia aniquilación como especie?
Los últimos hallazgos de las neurociencias han demostrado  que durante la crianza, la complacencia es la fuente principal de seguridad y de felicidad para nuestros pequeños.  Es decir, que para la conciencia y el sentir del niño, la complacencia es igual a amor  y la represión o negación de sus necesidades auténticas de afecto, mirada, compromiso emocional es igual a violencia. Muchos especialistas lo confirman. De Alice Miller, Casilda Rodrigáñez, Sue Gerhardt y la autora argentina Laura Gutman, por ejemplo,  encontramos una extensa bibliografía en la que se explica la relación entre privación del placer físico sensorial durante la primera infancia y violencia social.   Sin embargo la misma sociedad nos ha hecho creer que negar sistemáticamente el deseo de los niños es hacerles un bien, porque así les estaríamos enseñando a tolerar frustraciones. Como que si ya, de por sí, no existieran suficientes circunstancias naturales que entrañan frustración para que el niño aprenda a manejarse frente a ellas. Entonces, nos negamos a complacerlo cuando nos dice de tantas maneras que no quiere dormir solo en la cuna  o cuando pide cuerpo, mirada, atención, brazos, tiempo compartido con sus padres. Nos volvemos muy creativos a la hora de echar mano a un sin fin de argumentos que degradan el deseo del niño a la condición de capricho o mala crianza. No notamos (tal vez por falta de referentes en nuestra propia infancia)  que justamente la teta, el cuerpo,  la contención, los brazos, la mirada, el tiempo y la disposición emocional de los padres, son las formas en que el niño siente y construye las nociones del amor.
Pero, ¿que hacemos en lugar de dar incondicionalmente teta, brazos, atención, nuestro cuerpo, nuestro tiempo…?, ofrecemos objetos de consumo, substitutos fríos y plásticos. Al principio un tetero en lugar de teta,  un chupón en lugar del pezón, un oso de peluche o el cochecito en lugar de brazos, luego chucherías, video juegos o cualquier objeto de consumo que consiga “apaciguar”, según sea la moda o la edad del niño. Todos, artilugios de la cultura del desapego, que favorecen el desarrollo de un mundo lleno de seres carenciados de amor y consuelo humano. Puede ser que esta estrategia de substitución resulte cómoda para los padres, porque exige menos tiempo, esfuerzo y preserva eso que con tanto afán reclamamos con el nombre de “nuestro propio espacio”. Pero no es lo que el niño realmente necesita, ni tampoco lo que hubiera preferido, porque como bien  afirma Ileana Medina Hernández, coautora del libro Una Nueva Maternidad, “la naturaleza no crea niños que necesiten chupetes y ositos, crea niños que necesitan el contacto físico con sus progenitores”.  
“Cuando decimos que los niños no tienen límites, piden desmedidamente o no se conforman con nada, es porque están reclamando desplazadamente presencia física y también compromiso emocional”, aclara la autora argentina Laura Gutman. “Un niño que nos exaspera es simplemente un niño necesitado”, agrega. Por eso subrayo que cuando hablo de complacencia no me refiero a llenar a nuestros hijos de objetos, golosinas, cosas materiales o dejarles “hacer todo lo que les de la gana”. Hablo de llenarlos de encuentro con sus progenitores, de contacto humano y de amor.  Porque llenar a los niños de juguetes, comida chatarra,  televisión, actividades extraescolares… en lugar de ofrecer cuerpo materno, mirada y  vínculo, es justamente el mecanismo que hemos establecido los adultos  a partir de nuestra falta de disposición emocional para suplir las lagunas afectivas de nuestros pequeños.
Otra cosa es, cuando las razones que siempre existirán en un mundo con limitaciones, nos impidan satisfacer en un momento determinado a nuestros pequeños. En ese caso, en lugar de responder al niño con un no rotundo, podríamos reconocer, nombrar y darle importancia a su deseo, aun cuando realmente no podamos complacerlo (se que te encanta ese objeto, pero ahora no podemos comprarlo, pero podemos jugar con este otro y  mami te va a dar muchos  abrazos y besos…) Con ese simple gesto, haremos que nuestro hijo crezca sabiéndose amado y reconocido.
Cuando por fin comprendamos que amar, mimar, consolar el llanto, comprender y contener con afecto una rabieta, dar cuerpo y mirada a nuestros pequeños, no es malcriar,   la crianza dejará de ser enemiga  de la felicidad.

Enlaces relacionados:

Para un cerebro sano, mucho amor, mimos y brazos  

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¿Malcriar o Biencriar? Cuidado con esta trampa  

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viernes, 7 de diciembre de 2012

¿Malcriar o Biencriar? Cuidado con esta trampa




Pierdo la cuenta de las veces que tengo que escuchar cada día expresiones como, “lo hace por malcriadez”, “es un malcriado”, “está malcriadísimo”,  o  leer en mi correo invitaciones a talleres de crianza conducidos por psicólogos que prometen recursos para educar “sin malcriar”…  Hace poco,  mientras desayunaba con unos amigos, alguien contó que su hermana era capaz de reconocer perfectamente cuando el llanto de su bebé era por hambre, frio, pañal mojado o “por malcriado”. Entonces un poco en serio, un poco en broma,  solté mi taza de café y golpeé contundentemente la mesa con las manos.  Acto seguido declaré: Decreto la abolición del uso del término “malcriado”, y sus derivaciones, cuando nos refiramos a cualquier comportamiento o expresión de los pequeños.  De ahora en adelante, quede claro que ningún niño pide lo que no necesita y que el hecho de que los adultos nos molestemos con sus pedidos o que por comodidad u otras razones no estemos disponibles para atenderlos, no quiere decir que el niño sea un malcriado.  ¡Publíquese y ejecútese!    

Del mismo ideario adultocéntrico que interpreta como malcriadez o capricho cualquier pedido legítimo de nuestros niños, se deriva otro drama de la crianza, a saber, la patologización del afecto, que dicho sea de paso, ha causado tantos estragos a la humanidad:  no lo cargues, ni lo abraces, ni consueles, ni duermas con él-ella, ni le sigas dando teta...  porque lo vas a malcriar. Vivimos inmersos en un mundo al revés que sin pruritos ordena dejar a los niños desagarrándose de llanto para “que no se malcríen”, que censura las expresiones de amor,  cuestiona el deseo de prodigar mimos, atención, consuelo a nuestros niños porque “los vamos a malcriar”.  Un orden social patológico que prohíbe contener y acurrucar a los pequeños quienes lógicamente no saben estar solos en la cuna, el cochecito o el corral. Es decir, un mundo al revés donde atender y amar a tu hijo, en lugar de biencriar, es malcriar.

Va siendo hora de que resignifiquemos el término malcriar. Es hora ya de que desmontemos este orden patas arriba de un mundo que obsceniza la escena de una madre amamantando en público o que recrimina a una madre que da pecho a demanda, mientras  se aplauden escenas de películas con peleas,  tiros y sangre a raudales.  Un mundo patas arriba lleno de padres quejándonos de que los niños ven demasiado la televisión. Y los llamamos malcriados porque no se quieren despegar de la pantallita brillante cuando les ordenamos media docena de veces que vayan a bañarse… pero lo que no advertimos es que los niños -como dice la autora y terapeuta Laura Gutman- ven la televisión,  porque nadie los ve a ellos.  Entonces resolvemos castigarlos, en lugar de sustituirles las horas de televisión por horas de presencia y vínculo amoroso con sus progenitores o adultos significativos. Y todo porque nos hicieron creer que esa es la manera de no malcriarlos.

Hay que atreverse a enderezar este orden al revés. La humanidad lo está pidiendo de infinitas maneras. Propongo que comencemos por acoger como lema, la frase del pediatra y autor Carlos González que dice: "el cariño nunca ha malcriado a nadie", ¿y cómo podría ser si no?, ¿cómo sería posible que un niño pegado durante los primeros años al pecho de su madre, un niño escuchado, mirado, abrazado, sostenido, atendido, amparado y comprendido sin reparos, en lugar de ser hostilizado, golpeado, desestimado en sus pedidos de necesidades legítimas de atención y cuerpo materno, se convierta en un delincuente, un terrorista, un adicto, un agresor o en una víctima sistemática, llegada la adultez? Es muy improbable crear una sociedad trastornada por la violencia, la depresión, las adicciones, la victimización, la delincuencia, incluso la devastación ambiental, cuando prodigamos amor y respeto a los niños y niñas, cuando criamos con abundante cariño, conexión y apego.    Eso es biencriar. 

Twitter. @conocemimundo